Si hablamos de lo que teóricamente debería suceder, el mundo debería estar avanzando hacia un futuro con energías renovables, automóviles eléctricos y ciudades que funcionan sin emisiones. Sin embargo, en la realidad no es de la misma forma. A pesar de los discursos sobre la descarbonización, los números globales muestran un escenario mucho más complejo del que se esperaba. Las emisiones siguen en aumento y la transición energética no está ocurriendo al ritmo que esperábamos. ¿Hacia dónde está avanzando el mundo?
La energía barata y segura sigue siendo prioridad
Según el nuevo informe McKinsey, la transición energética está estancada porque las tres variables claves que son la asequibilidad, la seguridad y la reducción de emisiones no avanzan al mismo ritmo. Los países priorizan mantener los precios bajos y asegurar el suministro. Incluso cuando esto significa seguir dependiendo de los combustibles fósiles. En este contexto, los combustibles tradicionales siguen ocupando un lugar central en el mercado energético.
McKinsey advierte que los combustibles fósiles conservarán entre el 41% y el 55% del mix energético global hasta 2050. Aunque el uso del carbón tenderá a reducirse, otros mantendrán su crecimiento. Esto se debe al impulso de la generación eléctrica y la industria química. En otras palabras, la «energía sin color» se convertirá en el sostén del sistema en los próximos años.
El gas crece cuando debería caer
Lo más preocupante es la demanda de este tipo de energía. Se cree que aumentará un 26% hacia el 2050 justo cuando debería reducirse en tres cuartas partes para cumplir con los objetivos climáticos. Europa es el ejemplo más claro de esta contradicción. Tres años después de aquella crisis energética del 2022, el continente depende del gas para pasar el invierno. Las principales plantas regasificadoras operan al límite de su capacidad.
El informe McKinsey lo resume todo en una frase: «El gas no baja, solo se desplaza». A medida que más industrias optan por la electrificación y las energías limpias crecen, el gas se mantiene como respaldo del sistema. Cada megavatio sostenible necesita detrás una fuente que garantice estabilidad cuando no hay sol o viento. Ese rol que toma como energía de seguridad convierte al gas en un protagonista inesperado de la transición pero también en un obstáculo para lograr la neutralidad del carbono.
La consultora calcula que si el consumo global sigue así, el aumento de la temperatura media podría llegar a 2,3° en 2100, lejos del límite de 1,5° que buscan los acuerdos. Es decir, si todo sigue así, estamos en camino a una crisis climática.
Europa y su dilema de la flexibilidad
La otra alerta está en la falta de los mecanismos de flexibilidad. Europa necesitará un 75% más de herramientas de gestión energética si quiere integrar las renovables sin depender de la energía sin color. Algunos países ya aumentaron este enfoque. En Francia, una papelera logró reducir costos al electrificar sus calderas y almacenar calor. En Países Bajos, un invernadero combina energía solar, baterías y calderas eléctricas para aprovechar mejor los picos de generación. Estas experiencias demuestran que hay opciones, solo hay que buscarlas y ponerlas a prueba.
La energía sin color, esa que no es verde pero tampoco completamente fósil, se muestra como el corazón de un sistema mundial que pretende ser más sostenible. Su ascenso no formaba parte del plan. Y aunque ofrece cierta estabilidad, también posterga el verdadero cambio que el clima exige. El desafío estará en encontrar un equilibrio entre garantizar energía accesible y acelerar la descarbonización. Porque mientras la transición siga dependiendo del gas, el termómetro mundial continuará subiendo. La clave estará en buscar alternativas que nos alejen de esa dependencia y nos empujen a un futuro más verde.











